Desde hace algún tiempo, usuarios artemiseños en redes sociales han enviado a Periódico Artemisa las fotos del pan recibido en sus respectivas bodegas. Pequeños, mal cocidos y con indudable falta de ingredientes, viajan por el mundo digital estos ensayos de alimento que —más que constituir el alivio necesario para las meriendas— son ya un dolor de cabeza por la poca calidad con que se elaboran.
Y no sirven de excusa las carencias materiales, porque también hemos recibido fotos de panes rozagantes y frescos, elaborados los días de visitas o “inspecciones sorpresivas”; en esos no es tan visible el impacto del bloqueo o las mellas a causa de la sustitución de un ingrediente por otro.
Esos panes especiales, y los del día a día, son la evidencia de una falta de respeto al consumidor, que no por habitual ha de convertirse en ley.
Si alguna producción ha protegido el Estado ha sido esa, por su importancia en el hogar para el desayuno o las meriendas de niños y adultos mayores, fundamentalmente, y porque ante las carencias para producir el liberado, este que llega por norma es la única vía equitativa para que cada ciudadano reciba al menos uno a diario.
Hablamos de un alimento muy demandado y necesario en el mundo, no tanto por sus aportes nutricionales, pero sí preferido por los niños. Existe desde la antigüedad, e incluso es tanta su preponderancia que muchos utilizan la expresión “ganarse el pan”… como sinónimo de trabajar duro en pos de obtener lo necesario para el sustento.
Es entonces parte de ese sustento merecido por quienes día a día se levantan temprano para estudiar o trabajar. Cuanto se produce en las panaderías artemiseñas, tiene como destino el niño de casa, la doctora del consultorio, el mecánico, la maestra… Y eso merece un respeto, más allá del llevado y traído respeto al consumidor.
Recuerdo que conocí el verdadero pan de 80 gramos durante las primeras semanas del ordenamiento, cuando pasó de costar cinco centavos a un peso. Luego fue mermando hasta llegar al de hoy.
Por aquellos días, cuando el pan venía “malo”, no lo aceptaban en la bodega. Tampoco fue la solución. Al final, no comprábamos pan ese día y ¡con buena suerte! lo reponían al otro, pero el mal de quedarse sin el producto un día era mayor.
Fuimos aceptando poco a poco que el pan no sería el mismo, hasta rozar con este que muchos recibimos hoy, inaceptable y hasta intragable a veces.
Urgen inspecciones sorpresivas, mayor control en los centros de elaboración y, sobre todo, medidas severas con los responsables de esos “malos panes”, como también urge activar los resortes del control popular, desde la propia panadería, con el chequeo diario si puede ser, in situ, de los principales dirigentes de cada municipio.
De un tema tan añejo nada nuevo queda por hablar. Justificaciones para un mal pan habrán miles siempre, más cuando no vemos cerca el fin del bloqueo y se suman apagones que también cargan en sus hombros las culpas de un mal producto.
Tenemos que apartar esos males en una gaveta y sacar siempre a la luz esas virtudes que permiten hacer el buen pan de las visitas. Pensar en el niño, la abuela, el médico o el paciente que lo comerá, puede ayudar por lo pronto y remover la conciencia de quienes hacen con sus manos la masa.
Al pan, desde la masa, hay que ponerle amor, ese condimento que en casa siempre funciona y logra darle sabor y forma hasta a los más insípidos ingredientes. Luego el control y la fiscalización oportuna deben hacer lo suyo, para que el pan nuestro de cada día inspire más un bocado que una foto.