Hace muchos años, cuando apenas comenzaba en los trajines del periodismo, tuve la suerte de realizar un reportaje en la fábrica de carburo y acetileno Alfredo Corcho Cinta, en Caimito, cuyos protagonistas fueron los obreros que, a pie de obra, en medio de un calor que parecía salido del último círculo del Infierno de Dante, garantizaban la producción en la única fábrica de su tipo en el país.
¿Bajo cuántos grados de calor se trabajaba allí? No lo recuerdo. Pero no olvido como el sudor empapaba de arriba a abajo el cuerpo de los obreros, que así se mantenían mientras duraba el tiempo de trabajo. Tarea brutal. Agotante al máximo. A ellos, protagonistas sinceros del reportaje, les regalé tan solo una bella frase del poeta argentino Juan Gelman: “Hablen, trabajadores del amor”.
En estos días, gracias a un acierto innegable de nuestros periodistas, hemos tenido la oportunidad de ver a otros hombres que, bajo temperaturas infernales también, intentan revertir el estado de deterioro de nuestras termoeléctricas, seres que, como todos, llegan a sus casas —bueno haberlo reconocido— y allí pueden encontrarse con apagones de una sustantiva cantidad de horas.
Duermen mal por ese motivo. Quizás muy mal en medio de este junio repleto de calor y mosquitos. Pero vuelven al día siguiente a la termoeléctrica, a enfrentarse responsablemente con ese antro de calor, profundo y oscuro, donde los espera una tarea titánica y, sobre todo, un pueblo que ansía resultados, léase final de los apagones.
Han transcurrido ya dos décadas desde que pusiera fin a mi paso por una microbrigada, en la cual permanecí cinco años al Sol, cargando bloques, sacos de cemento, paneles, postes de concreto, cavando zanjas y calles… y hundiéndome muchas veces en un tanque de agua para, ensopado de pies a cabeza, resistir mejor los embates del verano cubano.
“Trabajar cansa”, decía el poeta italiano Cesare Pavese. Y bajo el Sol del Caribe o en medio de una caldera vaporosa, ni se diga. No hago comparaciones con estos hombres. No me atrevería. Haber tenido esa experiencia me lleva a comprender mejor la labor inmensa de ellos, que luchan a brazo partido por su país mientras otros se miran frescamente el brillo de sus zapatos.
¡Qué bueno entonces haber escuchado sus voces, el latir de sus sinceros corazones y el verbo natural, sin falsedades, con que acabarán alumbrando el camino de un país!
Ellos parecen ideales para cumplir una bellísima frase de ese gran poeta cubano llamado Samuel Feijóo: “Yo escribo allá abajo, en la oscuridad de las raíces, para que allá arriba, en la rosa, haya luz”.
Y no es desacertada la comparación. ¿Quiere ver alguien una página más bella que la escrita por los obreros de nuestras termoeléctricas?