Fue difícil entrevistarla. En intervalos de minutos debía levantarse para atender clientes e intentar complacerlos con dos libras de pepinos, “pequeñitos y tiernos”.
Pero así logré hilvanar una historia que inició en Mina Júcaro, Bahía Honda, y todavía promete. Rebeca Chirino Andarcio no es mujer de remilgos ni dobleces. Agarra la guataca con tal disposición que parece varita mágica: lo que toca se convierte en maravilla.
Cuenta que su segundo apellido la llevó a la agricultura, porque el abuelo materno le enseñó a sembrar. “Primero se dedicó a montear animales y luego entregó el esfuerzo a los cultivos, hasta sus últimos años de vida. Lo recuerdo siempre trabajando, siempre con algo por hacer”.
A los seis años sus padres se asentaron en Artemisa, aunque nunca le abandonó esa fusión entre monte y mar, este último aportado por el progenitor, quien pescaba ilusiones en el Morrillo.
Ella pelea duro aferrada a los sueños; la vida parece indicarle esa única opción. Nada ha sido fácil, menos soportar cómo se venía abajo su platanal cerca de la otrora escuela República de Yemen. Ni sembrar café en realengo enyerbado hasta el delirio. La mala suerte la traicionó y un incendio hizo arder las plantas florecidas.
Después trabajó en la finca del banco de semillas de la Empresa Agropecuaria municipal, una tarea complicada, sin sistema de riego; mas, la voluntad de quien ignora el acto de rendirse aportó frutos en varias oportunidades.
Un día llegó la propuesta de tomar las riendas del organopónico Centro, pues sus trabajadores ancianos habían enfermado y el lugar permanecía casi en desuso.
“A veces puede hacerse mucho con pequeñas cosas”, se dijo para darse ánimo, y el 18 de enero trajo consigo a Raquel, su hija mayor. “En menos de un mes ya estábamos vendiendo. Hay ají cachucha, pimiento, pepino, quimbombó, remolacha, berenjena, cebollino…, junto a girasoles y orquídeas de la tierra.
“Quiero que las cuatro áreas del organopónico funcionen en rotación y podamos mantener las ofertas”. Además, tiene planes de sostener la producción de lechuga el año entero. Dispone de tela y comenzó a levantar un semiprotegido pequeño, que admita al menos tres canteros de la gustada hortaliza, con la garantía de cinco variedades de semillas.
El empeño lo reconoció el último recorrido del Grupo Nacional de la Agricultura Urbana, Suburbana y Familiar, cuando su directora Elizabeth Peña Turruellas invocó en voz alta el deseo de clonar a Rebeca en Artemisa.
La jovencita Raquel Romeo Chirino también desafía las trastadas del destino. De la necesidad, al desempeñarse como madre soltera de dos niñas, ha sacado fuerzas para entrarle al laboreo. Tal vez se perdió una buena abogada…, solo el tiempo lo sabrá; mientras, recomienda a las madres “luchar por sus hijos, salir adelante”.
A Rebeca el campo tampoco le quitó la delicadeza. A los cuatro años bordaba con una aguja de coser. Disfruta las artesanías con naturaleza muerta, papel maché, hilo engomado y el tejido a crochet, aunque le hubiera encantado aprender a pintar sobre el lienzo un universo de ideas.
“Soy de las mamás que se bañan después de las 11:00 de la noche”, afirma y sonríe. Desde la adolescencia aprendió a burlar las dificultades, después que un pequeño agricultor le pagara menos de la mitad de lo convenido por recoger fresas.
“Aquello me golpeó tan duro que fui llorando hasta la casa. Iba repitiendo: esto no volverá a suceder. Por eso, al campo llego con todo; voy a defenderme como fiera, nadie volvió a quejarse de mi trabajo”.
Ante tanta garra, sobra la admiración. Basta contemplar los sembrados de acelga, rábano rojo, zanahoria…, caléndulas al pie de los canteros, en su doble función de repelente de insectos y hermoso detalle natural. ¡A estas mujeres, ni el Sol se les resiste!