Cuando entramos al Salón de los Espejos, en el Museo de la Revolución, ni siquiera la mitad de las sillas están ocupadas. Sin embargo, no pasará mucho tiempo antes de que todas lo estén.
Al frente, parados frente a un piano, no dejan de calentar sus cuerdas vocales tres jóvenes que intentarán graduarse de la escuela de Teatro Lírico: Estefanía Fente Meléndez, Cristian Cuevas Ocaña y Eugenio Hernández Castañeda.
Varias piezas del repertorio lírico interpretará cada uno, ninguna fácil. Escucharé por primera vez a Estefanía y Cristian; pero no me sucederá lo mismo con mi coterráneo Eugenio Hernández, a quien ya había escuchado, al menos brevemente, en la interpretación de, al menos, un fragmento de ópera o en alguna de las memorables canciones cubanas.
No lo he dicho hasta ahora; pero ya corresponde decirlo: en este viaje al Salón de los Espejos acompaño, desde Caimito, a la familia de Eugenio: su madre Elia Luisa, su hermano Sam y su sobrina Sayuri.
Sam es un artífice de los efectos especiales con armamento. Lo demostró en el serial Duaba: la odisea del honor, y ha trabajado duro para ayudar económicamente a su hermano. Antes de llegar al Salón, me enseña en una calle cercana uno de los edificios que ha pintado, a riesgo de su propia vida.
Su hermano también ha trabajado duro desde el timón de un bicitaxi. Pero Elia ha sido el gran timón de este barco, ha sido la que confió en su hijo cuando más cerca del naufragio este se hallaba, cuando ni siquiera una escuela de oficios podía enderezar un rumbo que parecía perdido.
Miro las notas al programa y leo los agradecimientos de Eugenio: al maestro Yosvani Duarte, a la maestra Katia Selva,a sus profesores, a su madre y a Dios, pues es cristiano. Y le agradece a ese extraordinario formador de voces llamado Rodolfo Chacón, tenor ariguanabense de fecunda y larga historia, uno de los que siempre confió en Eugenio y a quien el joven intérprete admira como a un padre.
A la hora señalada, luego de un cálido recibimiento a todos los presentes, comienza la función: temas de Vivaldi, Strauss, César Franck, Beethoven…destellan en las voces de Cristian, Estefanía y Eugenio. Al cierre de cada interpretación, estallan los aplausos y los elogios.
Eugenio está totalmente concentrado. En cada obra su voz brota limpia y estremece la sala entera. Para el cierre deja un verdadero clásico: el aria Nessun Dorma, de la ópera Turandot, de Giacomo Puccini, cantada por los más grandes vocalistas líricos del mundo.
No hay que ser demasiado conocedor de este universo para saber que la de Eugenio ha sido una interpretación impecable. El público, integrado mayormente por conocedores del bel canto, aplaude y grita enloquecido.
Su madre llora emocionada. No es para menos: el inquieto y descarriado adolescente, el muchacho que parecía perdido en el camino de la vida, ahora es un joven con una potente voz de tenor spinto (o tenor de empuje) y con una férrea disciplina para los estudios.
Cuando el público cesa de aplaudir, cuando todos se funden en un abrazo y llueven las felicitaciones, siento que ha ocurrido uno de los tantos milagros hermosos que suelen regalarnos nuestras escuelas de arte.
A partir de ahora, la cultura cubana puede contar con tres nuevos nombres uno de ellos caimitense. No solo la voluntariosa Elia está emocionada en esta inolvidable tarde. Yo, que estuve presente en esa hora tan bella, puedo asegurarlo.