Cuando hace siete años mi querido amigo Pedro Miguel, periodista de La Jornada, direccionó su auto hacia la avenida Morelos, no sabía bien qué íbamos a buscar allí, no asocié el nombre o se me diluyó su significado en medio de la euforia que sentía al desandar, finalmente, tantos lugares icónicos de nuestro México “lindo y querido”.
Al llegar a nuestro destino —un poco hacia adentro de la intersección entre la avenida y la calle Abraham González—, él me ayudó a distinguir, desdibujada en la noche y rodeada de promociones de cervezas de cualquier porte y precio, la tarja con ese perfil imponente, de semidiós criollo, que tantos cubanos identificamos hasta de soslayo.
Era el lugar, la coordenada específica, donde nos habían dejado huérfanos de Julio Antonio Mella. Como si ante mí se descubriera su cuerpo aún agonizante y no una placa de metal fría, corrí a tratar de acariciar aquello que sintetizaba su último vestigio de vida, o bien el primer temblor de la muerte; quise palpar, a modo de homenaje, las letras sobrerrelieve.
Con dificultad, por la mortecina luz y la emoción que todo lo empaña, leí: Revolucionario cubano asesinado en este lugar el 10 de enero de 1929 por esbirros de la tiranía de Machado.
La placa había sido ubicada en fecha similar, pero del año 1938, por obra y gratitud de la Unión de Exiliados Revolucionarios Cubanos de México.
Sobre la noche fatídica, la historia recoge que las últimas palabras de Julio Antonio fueron: “muero por la Revolución”, y cierto resultó que con su muerte le insufló aliento a ese sueño de soberanía, pues la misma tierra que recogió en su regazo el cuerpo baleado, bendijo en sus costas a los expedicionarios que por la Revolución también morirían… y vivirían.
Todavía veo las fotos de aquel instante y el estómago se me anuda, en parte por el recuerdo sublime de haber estado “allí”, también por un ligero desencanto.
El lugar donde corre la sangre de un hombre condenado a caer para que otros se levanten (esos otros que eran nuestros abuelos, que fueron nuestros padres, que hoy somos nosotros), debería ser venerado; tendría que conservarse tan pulcro y solemne como un camposanto.
Quizás, con el paso de los años, las condiciones del sitio hayan mejorado; no lo sé. He tratado de indagar y nunca he logrado una respuesta.
Cada vez que conozco de algún excompañero de aula u oficina que anda de paso por el D.F.; cuando me encuentro frente a sus fotos en El Zócalo, plaza inmensa en área y en historia, o en las cercanas ruinas del prehispánico Templo Mayor; cuando los veo adentrarse en el universo azul de la casa de Frida, donde se respiran dolores y ensueños; o escalar las pirámides de Teotihuacán, que aún nos producen la ilusión de conquistar la Luna o el Sol… les escribo.
Les mando un mensaje corto, como quien comparte con recato un gran secreto; les copio la dirección; les animo a que, si tienen un segundo, pasen.
Y me quedo soñando con que van al encuentro del espacio (y quizás del tiempo) en que nos arrebataron el cuerpo de Mella (solo el cuerpo); con que le acercan la mano cuidadosa y tibia, de corazón a corazón; y al sentir que todavía en esa tarja hay algo que palpita, le dejan una lágrima, una promesa o un beso.