Con tan solo 17 años, José Martí fue acusado por el gobierno colonial español de “infidencia”, del latín fidentia, que significa ‘confianza’, y condenado a prisión. El nombre de la institución penal, conocida por su crueldad y crudeza, era Presidio Político.
En su Presidio Político en Cuba (1871), de 50 páginas, Martí sella una declaración ideológica, política y, por supuesto, humanista de lo vivido en esa etapa. Luego del destierro a España, firmó este texto articulado sobre su experiencia en la cárcel.
El Presidio… es el primer escrito en prosa que se conserva de Martí, con excepción de algunas cartas y breves notas publicadas en El Diablo Cojuelo y La Patria Libre. Pese a ser solo un estudiante de humanidades, desborda con la escritura, el apego por la retórica y la violencia del texto, toda vez que apremia con la invocación constante al lector.
Pero el vínculo que logra estrechar con este, lejos de usarlo para quejarse de sus propias penas, lo canaliza para denunciar el dolor universal, en su sentido macro, esa devoción por el otro manifiesta en su estética.
“Dolor infinito debería ser el único nombre de estas páginas./ Dolor infinito, porque el dolor del presidio es el más rudo, el más devastador de los dolores, el que mata la inteligencia, y seca el alma, y deja en ellas huellas que no se borrarán jamás.”
Además de ser irrefutable su destreza épica, tampoco deja de sorprender formalmente. Si bien la tipología del texto es la prosa, el estilo y diseño se amparan en la lírica, estructurado en función de acanalar sus emociones a lo largo de 12 “cantos”.
Martí logra temprano ensalzar los recursos tradicionales con procedimientos nuevos y espontáneos. En esta peculiar “prosa poética”, levita la delicada y noble sensibilidad excesiva y dolorosa del espíritu, la predilección por la creación poética, el lenguaje engalanado…
Por eso es justo decir que en él aflora más que una simple intensión prosística, con el objetivo de alcanzar un sentido más hondo, solo palpable desde la lírica, donde el yo poético se desdobla vehementemente, con desenfreno.
La visión casi cosmológica que nuestro poeta tiene del mundo, se ancla -como decía- en el humanismo, y por tanto en el rechazo absoluto al odio. El repudio por quien lo porta, el “odiador”, va dirigido a pulir los males de la sociedad, y a favor de la moral íntegra: “Ni os odiaré, ni os maldeciré./ Si yo odiara a alguien, me odiaría por ello a mí mismo./ Si mi Dios maldijera, yo negaría por ello a mi Dios.”
Hace más de un centenar de años el Apóstol enunció que el odio no es la vía; después de todo, es como si lo hubiera escrito sin edad de caducidad ¿para hoy, acaso?
Entre tanta miseria y calamidad, guerras, genocidio, racismo, homofobia, muerte… en fin, odio, parece que no hemos aprendido nada. Parece que no hemos avanzado siglo y medio en el tiempo. Me pregunto, ¿dónde estaremos dentro de otra centuria?