Era un niño. Pero ya había clasificado por tallas uniformes verde olivo para los rebeldes. Compartía su sala con amigos pobres que querían ver la televisión. Leía sobre Toussaint Louverture y Carlos J. Finlay. Por eso no le iba a resultar insólito alfabetizar a algunos de los barbudos que bajaron de la Sierra, pese a tener solo diez años.
Omar Ríos González asegura que “la juventud de entonces tenía cierta experiencia, por los trabajos que se pasaba en tiempos del capitalismo. En 1957 yo ayudaba a la célula del Movimiento 26 de Julio a la cual pertenecía mi familia, guardando y clasificando uniformes verde olivo.
“Mi tío era sastre y traía los tejidos de La Habana, para confeccionar los uniformes. Cuando estaban listos, los enviábamos a la capital, y de allá los hacían llegar a la Sierra; otros se quedaban aquí para quienes estaban alzados en Occidente (había tres capitanes de Bauta). Esa labor en el clandestinaje me acercó a la Revolución.
“Vivía en un barrio muy pobre. Mi casa era el único lugar donde había electricidad y un televisor. Ahí se juntaban mis amigos, pordioseros, por llamarles de alguna forma, porque no tenían dinero ni para zapatos. Le dábamos corriente a otras casas con niños chiquitos y repartíamos también el agua.
“Así fue mi infancia. Cuando otros leían aventuras de Tom y Jerry, a mí me gustaban unos muñequitos que se llamaban Vidas de grandes hombres: por primera vez supe del general Toussaint Louverture, de Haití, y de Carlos J. Finlay.
“Mientras, aprendía de mi papá, que llevaba armas, bonos, dinero, ropa… a los grupos de Pinar del Río. Y mi tío hacía los uniformes. Era una familia muy revolucionaria, todos ortodoxos. Fidel venía a Bauta con muchísima frecuencia, porque la Ortodoxia era muy fuerte. Y yo me formé en esos ideales y esa humildad que mi papá prodigaba”.
Eran buenos hierros para pelear por una nueva Cuba, pero el arma principal habría de ser la luz de la verdad que llevaban las letras a cada rincón.
“Estaba en sexto grado. En aquel momento era casi como un universitario hoy, porque la mayoría llegaba cuando más a segundo. Me presenté espontáneamente. Comencé con una vecina, como maestro popular, y en la tarde impartíamos clases a personas que vivían lejos y acudían al pequeño local de Educación (hoy la Óptica).
“Coincidió con Girón. Entonces, estuve dedicado a la defensa del país. Mis padres estaban movilizados. Como fundador de las Patrullas Juveniles de la Policía Nacional Revolucionaria en 1959, esos días de la invasión contribuí con la revisión de los carros que entraban y salían del municipio, para evitar el traslado de los alzados o que les suministraran armas. El 18 de abril cumplí los 11 años.
“Luego seguí alfabetizando. Quería enseñar en la Sierra de los Órganos. Sin embargo, estaban buscando personas con cierto ‘historial’ revolucionario, a fin de ubicarlas en una unidad militar de la construcción que preparaba el escenario para la llegada de los cohetes soviéticos.
“El compañero que dirigía la unidad era un sargento de la Sierra. Lamentablemente, muchos de ellos, con tal de hacer la Revolución, dejaron atrás sus sueños de estudiar. El hombre firmaba con una crucecita. Pero a todos ellos los dejé alfabetizados, y le hicieron su carta a Fidel.
“El aula era la propia oficina del jefe. Sin saberlo, ya sentía la vocación de enseñar, y ellos me confesaban lo bien que entendían. Por supuesto, la voluntad ayudó mucho.
“Las manos de algunos estaban malformadas y parecían garras: les costaba trabajo agarrar el lápiz; lo suyo era el pico y la pala. Me enseñaban sus trazos y me preguntaban ‘¿Me quedó feo?’, y yo les respondía ‘Ya les quedará bonito. No hay que cogerle miedo; si ustedes no le tuvieron miedo a las balas, cómo le van a temer a un lápiz”.
Cruzan por su mente Luciano León, Daniel y otro alumno más de aquella unidad. Igual recuerda a Andrea. Y se le juntan rostros, manos, el tiempo impulsando 60 años más rápido que la cartilla de alfabetizar.
“El 22 de diciembre nos convocaron a la Plaza, a proclamar que estaba culminada la tarea. Estuve allí con mi familia, y le gritamos al Comandante en Jefe: ‘Díganos, ¿qué otra cosa tenemos que hacer?’
“Había una efervescencia revolucionaria muy grande en todo el pueblo. Aun hoy en día, a cualquiera que usted le habla de alfabetización le brillan los ojos, porque fue la obra más linda de la Revolución.
“Más allá del humanismo y el afán de que cada cual pudiera aspirar a metas mejores, se empezaron a ver los cambios: en tiempos del capitalismo, cuando salías a la calle no sabías si ibas a volver a la casa. Esa tranquilidad y armonía creó una aureola tal que el pueblo asimilaba la más desafiante tarea con una disposición tremenda. Eso permitió que Cuba fuera libre de analfabetismo en apenas un año”.
La vida de Omar Ríos también fue muy rica después. El ingeniero mecánico (especialista en textiles) graduado en la Unión Soviética, continuó compartiendo conocimientos en posgrados y diferentes cursos, incluso de historia local en escuelas primarias de Bauta.
No obstante, entre sus muchos reconocimientos y anécdotas singulares, prefiere la emotiva aventura de la alfabetización, cuando aleccionó a un grupo de valientes barbudos a no temerle a un lápiz.