Marcaba el viernes el fin de semana y el uniforme parecía de lunes a primera hora. El blanco impecable de la blusa que mamá hacía brillar, los zapatos lustrosos gracias al ingenio de un buen amigo y la saya amarilla: el conjunto estaba listo para recibir a Fidel.
En un file coloqué el “discurso”, el comunicado, o como quieran llamarle. ¿Estaría a la altura de un orador por naturaleza? ¡Qué ilusa! A fin de cuentas, no todos los días viene una visita de su talla.
Alguien anunció que pasaría, y allí lo esperamos hasta media tarde. La Escuela Secundaria Básica Urbana Manuel Valdés, en Artemisa, olvidó por unas horas sus puertas y ventanas desvencijadas y el peso de las escaleras, que en aquella ocasión me parecieron más amenazantes.
Ocupada en leer y releer las palabras aguardaba inquieta el diálogo con el Comandante. Me sabía la matrícula y el número de profesores del plantel. Podía mostrarle la biblioteca, el taller de dibujo técnico, el área de Educación Física o lo que él quisiera caminar.
Pero quizás no estaba preparada para mirarlo a los ojos y reconocer en ellos el peso de la leyenda, para sostener su conversación diáfana, siempre al tanto del mínimo detalle y ávida de nuevos conocimientos.
Llegó la hora de partir, pues ya se conocía el recorrido: la escuela primaria Carlos Rodríguez Careaga, el Joven Club Artemisa II y el Mausoleo a los Mártires del territorio.
Otros niños de aquella época narrarían anécdotas, recuerdos e imágenes de su encuentro con el líder histórico de la Revolución, el 23 de noviembre de 2001, una jornada memorable.
Yo recuerdo el afán, las ansias, la ilusión… Me quedé sin decirle muchas cosas que no estaban siquiera en el “discurso”.