No llegaba ni al interruptor de la luz, pero ya quería encaramarse a la altura de Galeano. Le fascinaba hacer piruetas con las palabras, y virarlas, porque el mundo seguía al revés. Félix Pita Astudillo le mostró cómo embarrarse de Che el corazón, y estaba loco por contar a todos su travesura de letras y periódicos mágicos.
Soñaba ser periodista mientras aún cazaba ranas con lanzas en charcos y lodazales, cuando grabó su primer casete de los Beatles todavía sin tener grabadora, y al llegar a la edad en que le era más fácil enamorar a una hoja en blanco que a una jovencita en uniforme azul.
Hasta matriculó la carrera donde unos te alientan a garciamarquear textos propios, y otros te dan palos y nota de 2 para que no te creas Benedetti.
Él no nació rodeado de musas. Nunca tuvo una siquiera que le soplara imágenes para crónicas y entrevistas. Siempre hubo de halarlas por los pies para conseguir esa primera oración de tantos bocetos, y amarrarlas para llegar al final.
En tiempos de Universidad no andaba en zapatos del lustre de la Colina sino en botas con color de guaguas. Al pantalón y las camisas se les salía el campo por los bolsillos. En el maletín los que más pesaban eran sus sueños. Venció con buenas notas y prestigio, aunque no logró arrancarse una verdadera emoción a sí mismo.
Luego llegaron los tiempos de aprender a descubrir muchísimos gatos, en cooperativas, fábricas y empresas donde quieren que veas liebres. Por eso acudió primero al viejo Leonardo Cuesta, para que le enseñara cuáles rendimientos merecen líneas elogiosas y cuáles son solo humo. Y entendió que no puedes presentar un millón de litros de leche como una hazaña, si antes producías 50 millones.
No lo consiguió desde el inicio. Por aquellos días se le enredaron las toneladas y los ceros a la derecha del número, y hasta hubo algún lector avezado que llamó para burlarse de su gazapo. Esas lecciones no se olvidan.
Como le gustaba hacer entrevistas, porfió hasta tener delante a Hugo Chávez, Steven Spielberg, Ignacio Ramonet, Pascual Serrano… Dicen quienes la leyeron que la mejor fue la de Frank Fernández; sin embargo, le dejó otra lección: los textos largos no suelen ir al periódico impreso.
Un día le encomendaron relatar las historias de altruismo de los médicos cubanos en Haití, la realidad de esa empobrecida nación y su anhelo de esperanza.
Y contó que “José Martín Hidalgo ha cruzado más de 40 veces ‘el temible canal de San Marcos’. En ocasiones, en bote de motor. Otras, ha tenido que arriesgarse en los veleros. Allí se han hundido barcos y ahogado cientos de personas. Pero el médico cubano no se amilana; en la orilla opuesta, miles de haitianos le han confiado hasta su respiración”.
Quizás la vida se pierde en el bosque de los años. Comienza a dar vueltas y lleva a los humanos por episodios similares. Dos décadas después, el mismo reportero viste sobrebata, careta y guantes para entrar a un círculo infantil devenido centro de aislamiento, con el fin de revelar la hidalguía de los trabajadores de la Salud… y los de Educación.
Sería hermoso contarlo con el color que pinta las palabras Reinaldo Cedeño. ¡Quisiera! El niño de estas memorias ha perdido el cabello en el camino. Incluso la vista de entonces. No obstante, sigue leyendo a los grandes, para beber de su periodismo certero, para ser el cronista capaz de enlazar a su mástil las velas del corazón.