Parece que alberga en sus ojos la noche más oscura. Su cara es redonda y rosada como la de los “niños compotas”, que ya sabemos no es sinónimo de estar saludable. Aunque, la verdad, casi nunca se enferma… solo tiene cicatrices de felicidad: un puntazo de trompo en el pie izquierdo, de cuando aprendió a bailarlo por primera vez, y la rodilla derecha marcada como recordatorio de que fue, con seis años, el campeón del circuito de chivichanas del barrio.
También cree que le da fiebre si se va la luz; en realidad es miedo. Antes se avergonzaba; ya le enseñamos que está bien sentirlo. Ahora se dedica a cazar cocuyos y embotellarlos. Desde que tiene esas lámparas naturales y sabe que el miedo es de humanos y no solo “de niñas”, como alguien le había dicho en la escuela, no le ha regresado la fiebre.
Para comer tiene su rutina. Primero engulle el plato fuerte y después comienza a sacar todos los frijoles y condimentos que se tropieza, y arma con ellos castillos y figuras geométricas. A uno le dan ganas de espetarle el clásico regaño “con la comida no se juega”, pero teme estarle tronchando el camino al artista de la familia. Eso sí, al mango no le deja ni un pelito.
Es un niño con muchas interrogantes que te lanza a quemarropa y te ponen a sudar. En los días que amanece con sueño, te pregunta por qué ir a la escuela si la canción dice “si no quieres ir acuéstate a dormir”, y en otros se interesa por si Camilo iba solo cuando cayó al mar, para llevarles flores también a quienes lo acompañaban.
Sueña con mucha frecuencia. Un día soñó que le ganaba a Martí jugando a las bolas y otro que se casaba con Mileinis, su novia desde los cuatro años, aunque ella no lo sabe.
Si lo llevas al trabajo y se sienta en una silla que no da vueltas, te dirá que está rota; para él el mundo no tiene sentido si hay que estar quieto. Tiene la carga energética que todos los adultos quisiéramos para nuestro celular.
En casa le vamos perfilando su vocación de agricultor, como sus abuelos; le enseñamos a analizar más que a memorizar, que las niñas son sus semejantes y se valoran y respetan; a que los hombres sí lloran y hacen labores hogareñas; ser solidario y emprendedor, pero principalmente bueno, justo y honrado.
Recibió todas las vacunas disponibles para que creciera sano al precio de unas pocas lágrimas. Aprende de amor a la naturaleza, orientación por medios naturales y nudos en el Movimiento de Pioneros Exploradores. Tiene todos los permisos para recorrer el barrio solo, e incluso para ir un poco más allá, porque sabemos que nadie lo va a secuestrar.
Cría caries a base de coquito acaramelado o merenguito quemado, porque las africanas y las galleticas son cada vez más esquivas al bolsillo de sus padres. Va descubriendo de la mano de Elpidio Valdés, Spiderman y la pediatra que lo consulta, las mil y una maneras de ser héroe, la diferencia entre los ficticios y los reales, que también hay heroínas y algunas visten de blanco. Ha cazado sus propios catarros bañándose en algún aguacero, o compartiendo su refresco con el amiguito “que solo lleva agua”.
Extraña mucho la vida de antes, porque hace un tiempo ha tenido que construir su mundo de aventuras, aprendizaje y color entre cuatro paredes. Solo sale al patio, de vez en vez, a regar sus habichuelas.
Nosotros también extrañamos verlo sonreír sin una máscara y que la casa se ilumine en medio del apagón más largo, pero de solo pensar que hay infantes que ya no están se nos congela el alma… y seguimos empeñados en hacerle llevadero y feliz el encierro.
Se llama Roli y parece muy singular, pero lo más hermoso que tiene es que es un niño como todos los demás.