Aceptar que sus dos hijas enfermen porque la pandemia entró por una rendija pequeña (entre tanto cuidado), permanecer separados y ¡para colmo! no tener apoyo, pues su esposo y suegra también resultaron positivos, llevaron a Yainelis Díaz González a portar una armadura de tesón y valentía para enfrentar tales infortunios.
Pese a su diagnóstico negativo, le cuesta recordar aquellos días cuando la COVID-19 la puso al límite.
Ahora que los números alarman, la historia de esta familia candelariense intenta mostrar esos sentimientos que invaden desde la difícil lejanía, pensando una y otra vez en la evolución de nuestros seres queridos, en muchos casos hasta el temor a no volver a verles y a no tener la oportunidad de un último adiós.
“Suponemos que la enfermedad entró al hogar porque las niñas jugaban con una vecina. Asumimos con responsabilidad la noticia tras confirmar la presencia del coronavirus. Preparamos nuestras cosas y lamentamos salir del hogar, fuera de la comodidad y los placeres que extrañamos cuando andamos lejos”, cuenta la abuela María Elena Rojas.
“Mi hijo se enfermó. Luego comenzaron a cerrar el barrio, y salí para el hospital pediátrico de Guanajay con la nieta más chiquita. Allí hubo demoras. Sentimos mucho estrés. Aunque sabemos que estos lugares no se comparan con la casa, sí deberían revisarse algunas cuestiones en aras de mejorar la estadía, incluso la tranquilidad de quienes allí conviven. No solo salvarse es necesario, eso también”.
“La estadía en el hospital Frank País con la niña más grande fue maravillosa, pese a la inestabilidad emocional porque la otra estaba en casa; de nada sirve un teléfono si quieres abrazar y confirmar con tus propios ojos que todo está bien”, rememora Yainelis, la mamá de Mónica y Greydis.
“Llegando de alta a la casa, salía mi suegra para el pediátrico de Guanajay. Era mucho el miedo y la preocupación. Constantemente me lavaba las manos. Fue casi un trauma. Con antecedentes alérgicos, tener de cerca un virus no se asume con tranquilidad.
“Mis manos se desbarataron por el cloro; venían a fumigar y yo pasaba trapos después por todos los rincones de la casa. A eso se suma la impresión de ver la cuadra cerrada por cuarentena, y a la vez la ayuda de mensajeros y personas que extendieron sus manos, mientras pensaba en mi abuelita de cien años o mi sobrina diabética. En una situación así, no diferencias los días de las noches”.
A esta familia aún le cuesta regresar a la “normalidad”. Las secuelas psicológicas, además de las físicas que deja la COVID-19, suponen nuevos miedos. Pero ahora corresponde superar días raros y esperar con optimismo el preciado pinchazo, para reconstruir lo que nos arrebata este virus.
No es un secreto que algunos centros de aislamiento, e incluso instituciones hospitalarias, están muy lejos del confort que supone permanecer en el hogar. Esta historia obliga a replantearnos el abrir las puertas, porque después nos cuesta salir… y el más mínimo descuido trae consigo un cambio de realidad, hasta para quienes han puesto tanto empeño en salvarse.