A la hora de hablar de los jóvenes que partieron de Artemisa para participar en las acciones del 26 de julio de 1953 en Santiago de Cuba y Bayamo, surge reiteradamente el nombre de La Matilde; muchos vivían en ese barrio o estaban relacionados con este, algunos llegaron a integrar la expedición del yate Granma y el Ejército Rebelde.
La Matilde —hermoso nombre de mujer— puede considerarse como la otra madre de esos hijos de Artemisa; la patria chica que amamanta a sus críos desde pequeños, les muestra la luz de la vida, el verde de los campos, el valor de la libertad. Claro que hubo de otros sitios, que también fueron grandes, pero allí creció ese fervor que se extendió por la villa Roja.
No pocos se han preguntado qué savia nutrió a aquellos muchachos con alto concepto del honor, la dignidad y el patriotismo. En su mayor parte procedían de familias humildes: con esfuerzo lograban que sus hijos pudieran aprender las primeras letras.
Se criaron como hermanos. Algunos compartieron la misma escuela, los mismos maestros, y jugaban pelota en el terreno que hicieron a fuerza de correr de un lado a otro, como una gran familia.
Una foto tomada en la escuela pública, ubicada en General Díaz y calle 3, a alumnos del curso 1938-39, descubre a cuatro niños que décadas después estarían juntos en el Moncada: Ciro Redondo García, Rigoberto Corcho López, Rosendo Menéndez García y Mario Lazo Pérez.
Contó Lazo que entonces cursaban el segundo grado. Él inventó varios pretextos para no incorporarse al grupo, pues la foto costaba 20 centavos y en su casa no tenían con qué pagarla. Pero sus amigos insistieron y, finalmente, su hermano y él posaron para la imagen.
Decírselo a la madre fue un dilema. Contrajeron una deuda que solo pudieron saldar con el apoyo de su padrino, Segundo Vigoa, quien les facilitó los 20 centavos.
En su libro Recuerdos del Moncada, Mario rememoró la decepción por él recibida el 6 de enero de 1939, cuando escribió una carta a los Reyes Magos, solicitándoles un guante, un bate y una pelota, para jugar su deporte favorito, pero solo encontró una mascotica y un saco de bolas, lo único que sus padres habían podido comprarle.
Ese día, además de aprender que tales personajes no existían, comprendió que los niños pobres no podían tener sueños grandes. Quizás de ahí brotó la primera chispa que alimentaría su corazón rebelde.
Solo una transformación radical
Muy humilde fue la familia de Antonio Betancourt Flores, tercero de los ocho hijos de Sergio Betancourt y Asunción Flores. El mísero salario que recibía el padre como obrero agrícola, apenas les alcanzaba para comer; ya a los siete años Antonio ayudaba a su familia como mandadero, por 20 centavos a la semana. Tal vez eso influyó en que desde niño tuviera un carácter serio, como si de un hombre se tratara.
Cuando los padres, en busca de alguna mejora, se mudaron de la finca Santa Rosa, cerca de Puerta de la Güira, para una humilde casa en el reparto La Matilde, Antonio matriculó en la escuela Monseñor González Arocha.
La realidad se impuso. Tuvo que abandonar los estudios para ayudar a sus padres. Apenas alcanzó el tercer grado, suficiente para entender que el destino de Cuba solo podría cambiarse con una transformación radical en la sociedad.
Esa conciencia social continuó desarrollándose en él. Era todavía un adolescente cuando obtuvo trabajo en el almacén Carvajal, algo irónico, porque no le pagaban pero mantenía la posibilidad de lograr con posterioridad un puesto. Igual le ocurrió a los 16 años, al conseguir una plaza como estibador: ¡tenía que cargar sacos de más de 300 libras!
Un día resbaló y se le presentó una hernia, por lo cual tuvo necesidad de operarse. En 1951 lo dejaron cesante. En esa situación, él y su hermano Nicomedes emprendieron un negocio de carnicería con su tío Juan, hermano de su madre. Ramiro Valdés, Pepe Suárez, Guillermo Granados, Severino Rosell y Tomás Álvarez Breto, entre otros, serían sus amigos y compañeros de lucha.
Cercanías geográficas y de ideales
Muy cercano a Antonio estuvo el primo Flores Betancourt Rodríguez, quien nació en el propio barrio de La Matilde. Su humilde hogar estaba situado en la calle Baire, sin número. Juan, el padre, laboraba como picapedrero en las canteras, labor fuerte y mal pagada.
No fue muy diferente la niñez de Gregorio Careaga Medina. Si alguien sabía de miserias en Cuba era el obrero agrícola, con salario paupérrimo, cuando tenía la suerte de encontrar trabajo.
Todavía niño, Gregorio debía levantarse muy temprano para acompañar al padre al campo. Apenas aprendió a escribir. Para que la familia subsistiera, trabajó como vendedor de periódicos, cocinero, albañil y hasta funerario, siempre buscando algo en pos de mejorar la economía familiar.
El padre de Emilio Hernández era igualmente obrero agrícola, y con los pocos centavos que ganaba tenía que mantener a una prole de nueve hijos: siete varones y dos hembras. Tampoco Emilito pasó del tercer grado, pues debía ayudar a sostener el hogar. Fue así que, a los 11 años, a escondidas de los padres, entró en un taller de carpintería para aprender un oficio, y poder aportar algo más a la casa.
Aunque antes de partir hacia el Moncada trabajaba en un taller de pintura, esto era como suplente; nunca pudo tener un empleo fijo. “Con esta juventud y estos brazos fuertes y que no pueda encontrar trabajo”, expresó con sentidas palabras en una oportunidad.
A La Matilde también llegó la familia de Rigoberto Corcho López en 1933, cuando él tenía dos años de edad. Según contaban, salieron del central Pilar porque fueron desalojados, después de apoyar una protesta obrera que exigía un jornal de 80 centavos y ocho horas de trabajo.
Si bien a los nueve años, al quedar huérfano, Rigoberto tuvo que empezar a trabajar, no abandonó los estudios; se mantuvo en la escuela No. 1 hasta concluir el quinto grado. Luego matriculó en la Academia Pitman, donde cursó el sexto y estudió teneduría, taquigrafía y mecanografía. Su empeño lo llevó a ganar un puesto en la agencia Westinghouse.
En consideración de Pez Ferro, fue esencial el hecho de que Pepe Suárez, iniciador del movimiento en el entonces territorio pinareño, viviera al lado de La Matilde.
“El reparto llegaba hasta la línea del tren, y Pepe vivía una cuadra después, pero respirábamos el mismo ambiente. Por eso, y por conocer nuestras posiciones revolucionarias e ideas progresistas, se acercó primero a sus compañeros de la ortodoxia, quienes vivíamos en La Matilde”, uno de los consejos populares de la provincia que siempre respira aires de 26.
Por MARÍA DE LAS NIEVES GALÁ y FELIPA SUÁREZ