El año 1953 fue decisivo en Cuba. En el precedente, Fulgencio Batista, a pocos meses de unas elecciones que avizoraban el triunfo del Partido Ortodoxo, había irrumpido por la fuerza y tomado el poder, una acción que por supuesto no sería tolerada en lo fundamental, por quienes militaban en la juventud de ese Partido que por consigna enfrentaba a la vergüenza contra el dinero y se oponía a la corrupción hasta entonces imperante.
Algo grande y secreto comenzó a gestarse. La figura de Fidel Castro descollaba como ente nucleador de un Movimiento de jóvenes perfectamente agrupados en células que funcionaban independientes, con sus estructuras, para que todo fluyera en absoluto secreto.
A nivel nacional, existían dos comités de dirección: uno militar, al mando de Fidel, y otro civil, dirigido por Abel Santamaría. A principios de 1953, sumaban más de mil miembros. Solo 165 serían escogidos para la acción inicial.
En Artemisa, poco a poco el Movimiento cobraba fuerza. Las células se nutrían de muchachos humildes, trabajadores, muchos militantes de la Juventud Ortodoxa, con sangre suficiente en las venas como para no tolerar la injusticia y dar el frente a las balas si era necesario por construir una Cuba justa.
Amigos de juegos o de estudio, ahora serían compañeros de lucha. Se sabían protagonistas de algo grande, y estaban dispuestos a seguir hasta las últimas consecuencias, pero de la acción inicial para desencadenar la lucha armada, nada sabían.
Durante los primeros meses de 1953 muchos de ellos cambiaron sus estilos de vida; procuraban no despertar sospechas. Según testimonio del ya fallecido moncadista Mario Lazo al diario Granma, los artemiseños tuvieron cuatro lugares fundamentales de práctica: la finca Larrazábal, en la carretera central, llegando a Candelaria; la San Miguel, donde vivía Carmelo Noa, en Capellanía; La Tentativa y El Dagame, donde incluso estuvo Fidel.
El plan general se elaboró en absoluto secreto. Solo Fidel, dos compañeros de la dirección del Movimiento y su responsable en Santiago de Cuba, tenían los detalles.
De Artemisa, con más de 200 integrantes del Movimiento, se seleccionaron 30 (28 fueron en realidad). Ramiro Valdés, jefe de la célula central, y otros jefes de célula como Julito Díaz, Severino Rosell y Rigoberto Corcho, figuraban entre los escogidos.
Eran tantas las ansias de libertad y tan grande el compromiso de los involucrados, que muchos ofrecieron sus escasos ingresos a la causa; incluso vendieron pertenencias para conseguir los recursos necesarios.
En el libro El Grito del Moncada, de Mario Mencía, se puede leer: “Para comprar el rifle, para comprar balas, había que dejar de comer, tenían nuestros compañeros que dejar de fumar; tenían que dejar de tomar la tacita de café que valía tres centavos, para comprar aquellos pedazos de rifles y aquellas cuantas balas”.
Una vez concebido todo y llegado el día pactado, los seleccionados salieron de sus casas cada uno con un pretexto diferente. Partieron primero rumbo a La Habana y de allí hasta Santiago de Cuba. La fecha elegida coincidía con los carnavales en esa ciudad. No era sospechosa entonces la llegada de jóvenes procedentes de otras regiones del país.
En una pequeña finca de recreo, la granjita Siboney, en las afueras de Santiago de Cuba, donde estaban las armas, los uniformes y los automóviles, se concentraron todos el 25 de julio. Allí conocieron de qué trataba exactamente la acción. Esa noche fue la última para muchos de ellos.