Al partir hacia Santiago de Cuba en julio de 1953, Antonio Betancourt Flores ignoraba la cercanía de la inmortalidad. Al cantar el himno en la Granjita Siboney y entonar “morir por la patria es vivir”, no imaginaba cuan reales se volverían estas palabras hechas canción.
Martí renacía de los muros del Moncada y él con su fusil, apostado en el hospital Saturnino Lora, le rendía homenaje al Apóstol en el año de su centenario.
Allí fue apresado y conducido por los esbirros batistianos hacia el cuartel, estos buitres asesinos le arrancarían la vida. Su existencia quedaba truncada, cuando acababa de estrenar sus 20 primaveras.
Había celebrado el 13 de junio su onomástico. Sin embargo a pesar de su corta edad conocía en carne propia la opresión del pueblo humilde y trabajador.
En 1933 nació en la finca Méndez, era el tercer hijo de ocho que tuvo el matrimonio de Sergio Betancourt y Asunción Flores. Comenzó a trabajar desde los siete años de edad como mandadero en la finca Santa Teresa para la cual se había mudado su familia; así aliviaba la economía familiar, campesinos que vivían en situación de pobreza.
También ayudaba a su padre, obrero agrícola, en la siembra de piña o cualquier otra faena, pues con ese salario diario se alimentaba la familia numerosa. Su última casa estuvo ubicada en la esquina de Narciso López (hoy ave. 28 de enero) y calle 19 en el reparto La Matilde en Artemisa, desde donde partió rumbo al Moncada.
Antonio solo llegó hasta tercer grado de primaria, su infancia y adolescencia las pasó laborando para ayudar a sus padres. Trabajó en el almacén Carvajal sin recibir pago alguno, lo hacía para luego ocupar una plaza. Allí mismo se lesionó y cuando quedó cesante del trabajo abrió junto a su hermano y su tío materno un negocio de carnicería.
Fue en Artemisa donde conoció de la ortodoxia y no dudó en integrarse a ella. Junto a sus compañeros Ramiro Valdés, Pepe Suárez, Guillermo Granado, Vero Rossell y Tomas Álvarez Breto participa en las movilizaciones y sesiones de adiestramiento militar en la Universidad de La Habana, y en las fincas de Artemisa y zonas aledañas.
Este artemiseño fue al Moncada porque creía en una patria mejor, como el mismo afirmara, “esto tiene que cambiar, estoy seguro que cambiará; no es posible tanta injusticia; vendrían días buenos, muy buenos para todos, pero tenemos que luchar para que puedan llegar esos días”.
Murió lejos de casa, lejos de su familia, aunque de seguro Antonio Betancourt Flores recibió a la muerte con una sonrisa, tenía la satisfacción del deber cumplido hacia la patria.