—¿Hoy me toca el pinchazo verdad? — preguntó René Blanco, médico de 81 años y paciente de COVID-19 la semana anterior, desde su cuarto.
—Si— respondió José René, el médico responsable de aplicarle el Interferón ese día.
—¡Bárbaro! — dijo el señor y se volvió a meter en la cama a esperar el turno de la tercera dosis.
Como el doctor Blanco otros pacientes esperaban la inyección de Interferón ese día en la Facultad de Ciencias Médicas de Artemisa, convertida en hospital desde los últimos días de febrero.
Ahimé Rodríguez González, normalmente es la responsable de Formación Profesional de la Facultad, ahora resulta la directora del hospital.
“El trabajo es agotador, pero muy satisfactorio, sobre todo cuando le damos de alta a algún paciente. Además, aquí los médicos están muy preparados porque muchos están vinculados a la docencia o cursando sus especialidades”, explicó.
“Tenemos 60 capacidades. Es un hospital para asintomáticos compensados de bajo riesgo, por lo tanto, si los pacientes presentan el mínimo de los síntomas enseguida lo informamos al puesto de mando para su remisión”.
Manos voluntarias
Quizás la esposa de Osniel Suárez nunca ha visto a su amado limpiar laboriosamente la casa; pero si por un huequito pudiera observar su labor como voluntario en el hospital de positivos, seguramente le delegaba esta faena cada semana.
A sus 50 años, Suárez salió de casa a donar su mano voluntaria en favor de quienes más lo necesitan. “El vicedecano de aquí fue a hablar con Juan José Sánchez García, el presidente de la Unidad Básica de Producción Cooperativa Marcos Martí, de Artemisa, y le pidió hablar con sus trabajadores para saber si podíamos asumir esta tarea.
“Nos dio miedo. Nosotros somos albañiles. Nada tenemos que ver con esto. Trabajamos con cemento, bloques, polvo…, y ahora… ¡Míranos aquí fumigando con cloro y secando el piso!”, nos dijo Osniel muy cómodo con su haragán en la mano.
“Ellos nos necesitan, y cuando estás aquí realmente te das cuenta que eso lo puede tener cualquiera. Muchos de los pacientes de este hospital si uno los ve por la calle no piensa que están enfermos”.
Lázaro Morejón, también constructor, dejó en casa a la esposa y una promesa: regresar sano y pronto, pero, al momento de nuestra visita, ya lleva más días de lo esperado.
“¡Imagínate! Se pone nerviosa. Me dice que me cuide y yo lo hago, porque quiero cumplir con lo prometido. No había más voluntarios para este centro y decidimos quedarnos. Al final uno termina haciéndolo con gusto, porque trabajamos con amor”, reflexionó Morejón.
Como ellos Jesús Daniel, de unos veintitantos años, recostado y con la mirada baja dice casi en un susurro “Aquí el trabajo no es flojo. Subimos unas diez veces las escaleras. Es arriesgado, pero gratificante”.
Todos trabajaron por 21 días en este centro asistencial, sus manos cargaban luz y energía para quienes padecían las reacciones adversas del medicamento.
Contactos de nadie
A Marbelis y su esposo les tocaba ponerse la inyección de Interferón (único medicamento aplicado allí). Un buen día perdieron el olfato y el gusto y decidieron ir al médico.
“Nos levantamos así. Fuimos al hospital de San Cristóbal ¡Y mira dónde estamos! No sabemos aún cómo nos infestamos, porque nadie a nuestro alrededor ha dado positivo”, dijo la muchacha.
Como ellos, Rubén Pérez, de unos 50 años, tampoco sabe cómo enfermó. «Yo fui a pescar. Me cayó un aguacero encima y al otro día me dolían los músculos. Pensé que era un catarro común, pero de eso nada, ya me han puesto dos dosis de la inyección”.
Antonio Carlos Gutiérrez se siente bien. Es médico de San Cristóbal. Trabajó en un centro de aislamiento para contactos positivos. Cuando le tocó el PCR, al quinto día de su descanso, resultó confirmado al virus.
“Desde el 5 de febrero no veo a mi pequeño de cuatro años ni a mi esposa ni a mis padres, los extraño mucho. Yo nunca me he sentido nada. Atendí a pacientes que resultaron positivos y supongo que, pese a mis cuidados, en algo fallé y me contagié. De verdad, debemos cuidarnos mucho”, cuenta y a sus ojos asoma un regaño interno y el brillo de una lágrima.
Los días allí dentro parecen tener más de 24 horas; sobre todo por las preocupaciones de los médicos, pues los teléfonos no funcionan y carecen de un carro de guardia por si hubiera una urgencia.
Las historias no dejan de doler y solo alivia el momento de decir adiós a un paciente cuando marcha sano hacia la casa.
La responsabilidad adquiere un significado mayor cuando estás ahí, cuando escuchas eso de “las reacciones son peor que la enfermedad” y los doctores no tienen más remedio que desempacar el miedo y vestirse de valientes.
Cada grupo vence siete días de no cruzar los brazos, de deberes médicos y de batas y sobrebatas para evitar contagiarse con el virus mientras atienden los pacientes.
En la zona roja hay muchas manos en función de entregar vida, sobrepuestas a dificultades y pesares por el simple hecho de sanar, por eso las historias desde allí tienen sabor agridulce, como las penas y pesares aguardados por los enfermos.