En un artículo implacable, donde se ponía en entredicho la actitud de algunos escritores de la izquierda española durante la Guerra Civil, dos figuras de esta tendencia política salieron completamente ilesas, como soles sin manchas: el poeta alicantino Miguel Hernández y el periodista cubano Pablo de la Torriente Brau (1901-1936).
A Miguel Hernández siempre lo admiré. Conocí su obra por la musicalización que, de una parte de sus versos, hiciera el catalán Joan Manuel Serrat y hoy puedo citar de memoria una buena parte de ella.
Pablo me llegó por vías de mi padre, cuando yo todavía rondaba por las aulas de primaria. Recuerdo que una noche me entregó un libro y me contó, con entusiasmo poco habitual, sobre un relato que aparecía recogido en este volumen: Último acto.
Grande era el embullo de mi padre con este relato, donde se contaba el terremoto que sacude a un obrero cuando descubre una nota clandestina, escrita por el administrador de un central y destinada a la esposa del obrero, a la que invita a mantener relaciones amorosas con él cuando este se haya ido de noche al trabajo.
Leí tantas veces este relato, que todavía recuerdo cada letra de su primer párrafo: “En el ángulo del patio, allí donde se alzaba la palma real, el hombre esperaba. La noche profunda y silenciosa lo envolvía todo (…) Sus antebrazos poderosos, velludos, manchados por la grasa, apenas si se distinguían. Estaba inmóvil. Esperaba”.
Otro magnífico relato de Pablo también me lo sugeriría mi padre: El héroe, la historia de un veterano mambí que ve aprisionada su pierna en uno de los raíles del ferrocarril mientras un tren avanza endemoniadamente en dirección a él.
Pero de todas las creaciones de Pablo que fui encontrando a lo largo de mi camino, ninguna como su contundente Presidio Modelo, uno de los textos donde periodismo y literatura se entremezclan brillantemente, al punto de no saber dónde comienza uno y dónde termina el otro.
Pablo, encarcelado en este recinto penitenciario con varios de sus compañeros por sus ideas políticas, en 1931, conoció en carne propia los vericuetos de tan desalmado espanto, ante el cual palidecen los círculos del Infierno de Dante Alighieri.
De esta experiencia carcelaria en Isla de Pinos era imposible que no surgiera una joya del periodismo, como en 1871 nació de manos de Martí esa memorable y angustiosa pieza testimonial nombrada El presidio político en Cuba.
No se equivocaba el acucioso investigador Jorge Domingo Cuadriello cuando reconocía la altísima calidad de este testimonio y deploraba la escasa valoración que ha recibido esta obra, el poco interés que la crítica especializada ha dedicado a ella.
Y es lamentable porque el libro, desde su primera página, desde que Pablo y una veintena de compañeros arriban al Presidio, comienza a quebrar el aliento del lector y a prepararlo para entrar en las mismísimas fauces de una bestia atroz.
Basta que el capitán Pedro Castells, jefe del penal, un tipo repulsivo y manipulador, se pare ante ellos y abra los labios para echar afuera una verborrea fingidamente amable, detrás de la cual se oculta el alma de un matón barriobajero.
El resto de la infamia comenzará a abrirse paso desde la página siguiente: el horror del Presidio Político contado por Martí no será menos espantoso que el horror del Presidio Modelo contado por Pablo.
Estrangulamientos de presos a pleno día, violaciones masivas, prisioneros convertidos en verdugos, ley de fuga para los incómodos y los “sobrantes”, pantanos llenos de cocodrilos que se zampan a los reclusos mientras estos trabajan como bestias… sazonan el cuadro de horror de esta “perla” del Machadato, tan podrido dentro de una cárcel como fuera.
Los textos de Pablo siempre impactan al lector. Quién puede decir lo contrario de piezas como Realengo 18 y Aventuras del soldado desconocido cubano. Pero Presidio Modelo me impresiona más. Y me sigue impresionando, sobre todo, la límpida trayectoria de este ser rebelde, honrado y talentoso.
No por gusto el autor que “disparó” abiertamente contra tirios y troyanos, se inclinó respetuoso ante él, sobre todo porque el cubano expresó claramente ante tanto panfletero vano: “yo no vine aquí a perder el tiempo, ¿dónde están las trincheras?”. Y al pie de las trincheras selló su destino glorioso.