Tal vez García Márquez no tenía razón y el periodismo no es el oficio más hermoso del mundo. No estamos por encima de profesión alguna —todas demandan una dosis inespecífica de amor—, ni figuramos al final de la “cadena alimenticia”, básicamente porque muchos nos empujan hacia adelante, para que contemos su historia.
Para otros quizás no pasamos de ser eso que alguien estampó en la puerta de aquella redacción: “un periodista es un chismoso bien informado capaz de convertir cualquier hecho en noticia”.
Sin embargo, detrás de un profesional de las palabras, las imágenes y los sonidos, normalmente se esconde un ser ávido de saberes, y ese es probablemente nuestro mayor privilegio: la ingente posibilidad de aprender algo nuevo cada día, sin espacio que se nos resista, lo mismo en un centro de investigación científica que en un salón de operaciones, o al pie de la guardarraya que alimenta a un central. Y de ahí, latir, con la fuerza descomunal de la letra impresa o la letra al aire… pero siempre latiendo.
Los límites no los impone un horario de oficina, sino “la bomba” del corazón: la sensibilidad para tocar al otro, el mirar la vida desde el asombro perenne, el ser Quijote frente a los molinos…
Para el que huye, no hay amparo detrás de un título, ni salvación posible ante la escudriñadora vista del pueblo. Es tan maravilloso que alguien se detenga en tu reportaje, como doloroso que tu empeño se reduzca a un salto de página o a una nota insulsa en un guion.
La línea divisoria entre el éxito y el olvido es microscópica, y nadie puede adivinar la durabilidad de uno u otro, porque la magia del periodismo tiene los días contados y solo pervive en el día a día, a fuerza de verdades y sentimientos.
No hay más secreto: a fin de cuentas, como sucede con el arte, nadie hace periodismo para sí. Nuestra misión es la de contar historias, que encontramos con el agradecimiento con que se miran los oasis. Historias que gravitan en medio de una pandemia o a bordo de un huracán; o, las más de las veces, escondidas en cualquier parte, con la timidez propia de las cosas cotidianas.
Criticados, incomprendidos, santificados, aplaudidos… los periodistas somos apenas un grano en medio de un océano, al que todos reclaman para que eche a volar la realidad que les interesa, cuando se sabe que la realidad es inabarcable, por muy hondo que sea el bregar o por muy recia que sea la pluma. Y no se ha de trabajar para agradar. Hacerlo es correr el riesgo de terminar adorando al ídolo equivocado, y eso siempre cuesta caro.
Pocas profesiones colocan a los seres humanos en disyuntivas tan trascedentes: ¿callar o vencer el silencio?, ¿vivir para contarlo o dejarlo para luego, muriendo?, ¿ser o no ser? En el fondo, existe una lealtad ultraterrena que solo los elegidos perciben, cual extraño privilegio; y apenas el apego a lo humano, el respeto al otro, la decencia, el civismo… nos salvan de los errores comunes, de la mentira, del silencio, que no son más que crímenes de leso periodismo.
En esta profesión de necesarios reportajes, crónicas sempiternas y entrevistas para desnudar al otro, no queda otro camino que ser de una sola pieza, sin dobleces: ser verdadero. A la larga, los engendros siempre son descubiertos; sin embargo, los periodistas genuinos, “purasangre”, los all around, pueden incluso estar condenados a cien años de soledad, pero siempre tendrán una segunda oportunidad sobre la Tierra.