Increíblemente bello es el instante en que sonríe un niño. La magia en esa espontánea expresión de alegría desborda el alma, colorea los grises, se reparte como brisa fresca y contagia la transparencia que la habita.
Nada conoce de hipocresías el mágico ser. Ríe porque sí, porque lo inunda el sentimiento y estalla, y quisiera uno detener el mundo para preservar a esa risa su blancura, espantar las lágrimas que la acechen y conservarle para siempre la inocencia, sin que el tiempo pueda arrebatarle la dicha infinita.
Hay en los niños la pureza ilimitada del querer sin miedos, sin las sombras de tabúes o apariencias. Por eso, no existe un “te quiero” más franco que aquel acompañado de una manita en el rostro, de chispeantes y traviesos ojos, que como espejos de agua clara nada han de ocultar.
Mientras que a nosotros, los envejecidos, los curtidos más o menos por el tiempo, se nos pasan los días sin detenernos a veces a su lado, ellos ponen a sus juguetes nuestros nombres, nos hablan sin estar presentes, nos abrazan en el cuerpo de un oso de peluche. Son el lazo que nos queda con la fantasía y con los sueños que, a esa edad, nunca tienen el apellido de “imposibles”.
Su sinceridad, ternura sin reparos y alegría derramada a raudales, son un regalo sin precio ni fecha de caducidad. La fuente de inocencia desde donde provienen no pide nada a cambio, pero necesita calor y protección para que sus manantiales no dejen de fluir, y la tristeza del silencio y la oscuridad no hagan mella en su energía.
Son los niños el fulgor irreverente de la vida, la excepcional manera de existir sin preocuparse del cómo, la forma más pura de ser humanos.
Velar por ellos es velar por nosotros mismos, porque son nuestra continuidad perfectible. Depende de quienes también fuimos niños que no se extingan el brillo de su sonrisa y la viveza en sus ojos.
Demasiados son ya los rostros infantiles lacerados por el dolor, el peor crimen cometido por esta insensata humanidad. Por eso, aunque duela el alma por tan trágicos destinos, mucho tenemos que celebrar en este archipiélago que es todo esperanza, porque nuestros niños tienen intacto y creciente el derecho a ser felices y a soñar.