“Si a La Habana se le mira desde lejos, es un paraíso, un país como se debe”, había anotado el escritor ruso Vladimir Maiakovski en uno de sus poemas críticos: Black and white. Pero cuando se le miraba bien de cerca, entonces ya no lo parecía tanto. Y de tal cambio en el punto de vista dejó constancia el poeta.
Más “movida” que la imponente Nueva York y el mítico París, repleta de cines, restaurantes y cabarets, pletórica de lujos inalcanzables para otras ciudades primermundistas, era el rostro de un país asomado a un espejo, donde el resto de la realidad no quedaba reflejado ni en un tercio de su cuerpo.
Sin embargo, en comparación con su antigua metrópoli, Cuba llevaba la punta de la carrera en cuanto a todos los resultados económicos, y avanzó en poco más de 60 años como república lo que no avanzó en más de 400 como colonia.
Es la parte del asunto que esgrimen los que ahora mismo intentan vender la parte por el todo, cuando de referirse a la nación caribeña anterior a 1959 se trata.
Pero, si así de floreciente era el paraíso en esta tierra, ¿por qué entonces el asalto a los cuarteles Moncada, en Santiago de Cuba, y Carlos Manuel de Céspedes, en Bayamo, el 26 de julio de 1953? ¿Capricho insurreccional de jóvenes de sangre ardiente? ¿Rebeldía sin causa en pos de la toma loca del poder político?
Quienes guardan memoria de aquel tiempo “paradisíaco”, no pueden olvidar que, con el golpe de estado de Fulgencio Batista, el 10 de marzo de 1952, se habían clausurado de golpe y porrazo las libertades democráticas de la nación.
Humillado a más no poder, el derrocado presidente Carlos Prío Socarrás tomó el camino del exilio, en tanto la cobardía de las clases más poderosas terminó por entregarle su apoyo incondicional e inmediato al militar golpista.
Una parte significativa de la burguesía cubana nunca lo quiso demasiado por el color oscuro de su piel, pero el respaldo de la Casa Blanca los hizo arriar sus banderas “democráticas”.
Como en los 50 años de república burguesa, tirios y troyanos, bajo la tutela de Batista, se dispusieron a repartirse “el pastel”, en compañía de otros tiburones políticos, entre ellos los más grandes mafiosos italoamericanos del momento.
Precisamente sobre aquella Cuba “paradisíaca” y el pastel por repartir quedó constancia en la película El Padrino II, de Francis Ford Coppola, exactamente en la simbólica escena en que un grupo de jefes mafiosos, alojados en un hotel capitalino, se aprestan a picar y devorar un cake, sobre el cual yace tendida la imagen del caimán caribeño.
Julio de 1953 encuentra a Cuba sin demasiados rayos del sol del mundo moral, del que hablaba Cintio Vitier. Cambiar el status quo era imprescindible, y cambiarlo por vía de la insurrección armada el único camino posible.
Agrupados bajo las ideas martianas del joven abogado Fidel Castro, con muy escasos y rudimentarios medios de combate, la madrugada del 26 de julio parecía el momento preciso para comenzar a cambiar las cosas dentro de un país que no acababa de concretar el sueño del Apóstol, en cuanto a ser una nación con todos y para el bien de todos.
Pero fracasó el asalto y la soldadesca no tuvo piedad. Torturaron hasta la muerte o cazaron literalmente a muchos asaltantes, cuando ya la batalla había concluido y ni un solo militar había sido asesinado por alguno de los combatientes.
Mas, desde entonces saltarían del anonimato al altar más hermoso de la honra los nombres de más de un centenar de jóvenes cubanos, entre ellos 40 artemiseños. Desde entonces no dejarían de acompañarnos los nombres de Carmelo Noa Gil, Marcos Martí Rodríguez, Gregorio Careaga Medina e Ismael Ricondo Fernández, entre otros.
A este altar se sumaron quienes más tarde caerían combatiendo en Mar Verde y El Uvero: Ciro Redondo y Julio Díaz, ascendidos póstumamente al grado de comandante.
La Habana de entonces semejaba un paraíso, y cierta parte de Cuba también. No obstante, “esa gran masa irredenta, a la que ofrecen y engañan”, según palabras de Fidel en La Historia me absolverá, estaba destinada a no disfrutarlo, a no ser parte jamás de él, pues la distribución de la riqueza alcanzaba niveles de desigualdad realmente escalofriantes.
Publicaciones como la revista Bohemia, dirigida por un insospechable revolucionario o marxista como Miguel Ángel Quevedo, habían dejado constancia de la vida infernal en instituciones médicas como Mazorra (hoy hospital psiquiátrico), donde los enfermos mentales eran tratados y almacenados como basura.
O describían los campos de la Cuba profunda, donde los tábanos de la miseria y el abandono social se cebaban a sus anchas, para dejar casi en un chiste los espantos presentes en la memorable obra de Dante Alighieri.
No por gusto, en su célebre alegato de autodefensa, Fidel aseguraba que el ataque a la segunda fortaleza militar en importancia en Cuba y la intención de llamar a una insurrección popular en caso de triunfo, era la única respuesta posible a 600 000 cubanos sin empleo, 500 000 trabajadores del campo residentes en bohíos miserables, 400 000 obreros industriales con retiros desfalcados y residencia en sórdidas cuarterías, y otras calamidades imperdonables.
Sí. La Habana semejaba un paraíso. Pero cuando los barbudos entraron por fin victoriosos a sus calles, el 8 de enero de 1959, la euforia popular se encargó de expresar exactamente todo lo contrario.
Al parecer el paraíso del que ahora con tanta melancolía acrítica algunos hablan, tenía demasiadas serpientes que era imprescindible barrer de golpe.