Una vecina en la cuadra quería que todos los chiquillos fuéramos médicos cuando grandes. Por aquel entonces la vida era más tranquila; quizás ella no sabía que para serlo se necesitan unas agallas “tremendas”, y no basta usar batas blancas si por dentro no luce igual el alma.
A nadie le gustaba ser médico; la vida demostró que cada cual tenía su lugar reservado: picando caña, llenándose las manos de tiza, escribiendo cuartillas, manejando el camión del helado o dirigiendo.
Pero a muy pocos se nos olvidaron aquellos salones con dibujos y muñecos adornando filosas agujas, camillas, algodones con alcohol y el hilo que empataba los trozos cuando nos caíamos de la mata de abuela Yeye. Eran las consultas del hospital José Ramón Martínez Álvarez, en Guanajay, subiendo una lomita incómoda a la derecha, hoy convertido en pediátrico provincial.
Allí estaba sentada, con su cuño, recetas y estetoscopio, una de las doctoras más queridas por los guanajayenses. Y no es porque obtuviera un Nobel o haya descubierto vacunas, sino por la suavidad en su carácter, paciencia a borbotones… y pocas probabilidades de equivocarse. Aun así, sería capaz de enmendar cualquier falta para enviarnos a casa sanos y salvos: ¡a acabar en el barrio de nuevo!
Sorprendido, la encontré días atrás recorriendo los pasillos de esta institución que también hace frente al coronavirus. Caridad Cejas Amate acumula 20 años como pediatra. Cumplió misión internacionalista en Timor Leste, y ahora —nunca cansada de tanto recorrer— nos cuenta que atendió al primer caso positivo de COVID-19 en el hospital.
Su rostro, como el de sus compañeros, está cubierto para que las “casualidades” no rebasen los límites de la sala. Se le ve intrépida y sin cansancio. Sigue entre sus papeles, pero preocupada; como diría Yogi Berra, esto no se acaba hasta que se acaba, y mantenernos alerta seguirá siendo la mejor manera de vencer.
“Nunca antes había visto una forma de aislamiento como esta. Cuando la epidemia de H1N1, se utilizaron áreas del hospital; ahora se trata de una experiencia nueva.
“Trabajamos con un poco de temor, porque debes usar otra ropa, extremar medidas y la atención al paciente sospechoso o positivo tiene sus características; sientes que el miedo ayuda a ser más exigente, y te sensibiliza. Piensas muchísimo en los que dejas en casa y en quienes te corresponde salvar”, afirma emocionada la doctora.
“Los niños no nos manifiestan todos los síntomas como un adulto; tenemos que adivinar a través del estudio clínico y la observación. Nos ves buscando manifestaciones digestivas que, afortunadamente, no las hemos vivido aquí.
“Al principio mi mamá se puso muy tensa, porque fui de la primera brigada en trabajar bajo el régimen de aislamiento; atendí al adolescente positivo (único caso hasta ahora), y estuve en función de nuestra sala. Muchas veces llamé a mi hermana, y me decía que estaba con la presión alta, tensa.
“Cuando nos revelaron que el muchacho era positivo, me asusté muchísimo; lo reconozco. Nadie supuso que fuera él; no tenía síntomas. Pero ninguno de los que lo atendimos fue sospechoso; eso fue por la protección extrema.
“Después me trasladaron a la sala de respiratorio, donde permanezco aún. Si hiciera falta, volvería a apoyar. Ellos lo saben. Ya no tengo preocupaciones; soy trabajadora de la Salud cubana, y esa es mi coraza”, declara casi con lágrimas en los ojos.
Para estar tan cerca de la muerte hace falta voluntad, sacrificio, interés, humanidad, excelencia, universalidad y compromiso.
En esos valores y virtudes está cimentada, como en otros tantos, el alma de Caridad, a quien nunca pregunté si quería ser doctora cuando niña. Es muy evidente. Por ella, muchos “chiquillos” damos gracias a la vida.