Ellos andan por doquier ocultos entre sueños, pasiones y fastidios. De su alma brota lo más bello del ser humano, y su talento es sinónimo de entereza: no soy el único que lo dice; muchos coinciden conmigo en que ser instructor de arte es llenar cada espacio de magia y creación, es compartir la dicha, provocar la sensatez, sembrar violetas en palanganas.
Hoy 18 de febrero, a 31 años de instituido el día de los instructores de arte, conversamos con Arletys González Rodríguez, una joven que da vida a pícaros duendes del corazón.
De pequeños tenemos una idea de lo que queremos ser. ¿Sucedió así contigo?
“Por supuesto. Yo vivía lejos de Alquízar, en el campo. Mi mamá me matriculó en un seminternado, porque no podía ir a almorzar a la casa. En aquella escuelita recuerdo que no participábamos en festivales culturales; nadie sabía de danza o teatro, aunque sí dibujábamos mucho.
“Meses después fui trasladada a otro centro donde vi por vez primera instructores de arte; estaban haciendo captaciones para empezar talleres de creación en la casa de cultura. Escogí teatro, hice la prueba y de inmediato comencé.
“Mi primera obra fue El adivino Cachucho, un texto de Dora Alonso en que hacía el protagónico. Imagínate, en pleno Período Especial: mi papá tuvo que cobrar para poder comprar mi vestuario y apoyar en la escenografía”.
¿Provienes de una familia de artistas?
“¡Ojalá! Todos son médicos. Pero mi papá lleva un artista dentro: estuvo en unas clases de solfeo, aprendió a tocar guitarra y de alguna manera me inculcó el arte. Tomé varias lecciones, pero ¡qué va!, soy desafinada por completo”.
¿Cómo te conviertes en instructora de arte?
“Te voy a ser sincera. Primero opté por las pruebas de la Escuela Nacional de Arte. Hacían exámenes por niveles, y cuando llegué al tercero me sacaron. Pregunté qué había pasado, y alguien dijo que no podía hacer teatro por la desviación de mis dientes.
“Se me derrumbó el mundo en ese momento; me frustraron la vida, porque ese era mi sueño. Miré a mi papá y le dije que nunca iba a hacer teatro. Entonces opté por otras carreras: los Camilitos, Ciencias Exactas… una lista inmensa, hasta que lanzaron la convocatoria para instructores de arte, y mis padres hablaron conmigo para matricular en la 13 de marzo, en San Antonio de los Baños”.
¿A dónde fuiste al graduarte?
“A una secundaria en Alquízar. Fue muy difícil, en un pueblo de campo donde las personas no entendían el teatro; los niños solo sabían de sembrados, cultivos… de tierra. Yo salía de la casa con una mochila cargada: un DVD, mi memoria flash con canciones, libros, vestuario y utensilios, para motivar a esos adolescentes. Y ¿sabes? resultó; logré entenderlos y ellos también a mí”.
Pero hay una niña que marcó tu vida, justo en la escuela especial 17 de abril, de San Antonio de los Baños.
“Su nombre es Daniela. Viajaba todos los días conmigo en la guagua. Mientras sus amigos regresaban a casa saltando, hablando y jugando, ella permanecía seria y callada en su asiento. Me explicaron sobre su retraso mental leve, trastornos de la personalidad. Le decían la muda.
“Sentí la necesidad de ocuparme de ella, aunque sobraron criticones. No aceptaron mi hacer; decían que no podía tener preferencias con un solo niño, y no creo haya sido favoritismo, sino que ella estaba más necesitada.
“El resto participaba en mis talleres y matutinos. Como Daniela tenía pena, nadie la insertaba. Lo primero que me dijo después de tanto silencio fue sobre sus hermanos. No desistí; trabajé mucho hasta otorgarle el protagónico de un montaje en la escuela especial: ella cantó, bailó y actuó”.
¿Ahora qué sueños te faltan por cumplir?
“Estoy contratada en la compañía de teatro Los Cuenteros, y pronto debo presentarme a un examen del Consejo Nacional de las Artes Escénicas, para convertirme en actriz profesional, el sueño que tanto he perseguido.
“Lograrlo es volver a empezar, incursionar en todas las posibilidades que brinda ese mundo, porque ahora estoy nutriéndome con mis compañeros del grupo. No veo que estoy llegando a algo, sino que voy a comenzar; necesito salvar mi cultura, como lo hicieron Olga Alonso y Julio Capote”.