Cuba es un país bloqueado. Sí. Hace seis décadas el gobierno de Estados Unidos mantiene sobre nosotros un cerco económico que frena en gran medida cuanto pudiéramos avanzar en muchos frentes. Tampoco contamos con grandes reservas naturales económicamente aprovechables en el mundo moderno, dígase cantidades significativas de petróleo, oro, gas natural u otros minerales.
El bloqueo y esa carencia de elementos naturales apetecibles en el mercado han sido excusas para la inmovilidad de algunos, esos que a todo le ponen un pero, un NO se puede, un para qué.
Todas son respuestas que esconden la incapacidad de quien las esgrime; ellos están ahí simplemente porque los pusieron, o nadie más quería, o porque engordando una hoja de trayectoria son especialistas.
Por desgracia, no son pocos, y saltan a la vista en aquellos centros donde no hay avance y abundan la desmotivación, el desánimo, la inmovilidad creativa. Sin ser jefes, a veces influyen tanto que matan las neuronas de quienes les rodean, aludiendo tontas justificaciones, excusándose en las frases: “si al final ganamos lo mismo”, “a esto no le van a poner tu nombre” o la archiconocida “al final nadie te reconoce nada”.
También están esos que dicen saber de todo, y ostentan una hoja de habilidades y destrezas a base de mentiras. Esos, lejos de arreglar, descomponen; luego la culpa siempre la carga otro: el fabricante de las piezas, el proveedor de la materia prima, el voltaje eléctrico, el clima… y pudiera añadir mil excusas más.
Contra estos seres hechos de pura negatividad se alzan, para fortuna de la sociedad, los innovadores, los músico–poetas que nunca reparan en horario o salario en pos del avance. Esos personajes resisten a diario; ni los resortes de la maquinaria del bloqueo o la escasez pueden frenarles el alboroto neuronal que experimentan al devolver la vida a un equipo roto.
A ellos debemos nuestro avance en cada frente; tras el cumplimiento de un plan está el ingenio de quienes, con la misma maquinaria obsoleta e igual materia prima que otros, igualaron o superaron los números proyectados, y con un producto de calidad y buen gusto.
Ningún sector adolece de estos superingenieros de la inventiva, que ponen nuevamente a funcionar un equipo médico o dan vida a un medio de enseñanza que hace más dinámico el aprendizaje en las escuelas; incluso innovan con materias primas del patio, cuando las importadas demoran o escasean.
Reconocerlos es, entonces, más que saldar una deuda de gratitud, cumplir con un deber ciudadano. No puede quedar uno de estos seres sin el diploma que les acredite sus logros, como tampoco es justo negarles la retribución monetaria cuando su innovación ahorró miles de dólares al país.
Dondequiera que estén merecen respeto y admiración, por ser más fuertes que la adversidad y poner su ingenio en función de la sociedad.